9 de noviembre de 2011

El ilusionista

Sylvain Chomet
Sylvain Chomet, con una muy corta producción (dos largometrajes y un corto más otro corto de apenas 5 minutos en la película colectiva Paris je t’aime) desde 1998, fecha de su  debut cinematográfico con La vieille dame et les pigeons, ha conseguido sorprender agradablemente a crítica y público con El ilusionista, la adaptación de un guión, casi un boceto en realidad, de Jacques Tati. Y  no es de extrañar, porque estamos sin duda ante una pequeña gran obra maestra del cine de animación. 
Este guión, del que se ha dicho que era una carta de amor tardío del director franco-ruso a su hija Sophie, (una especie de expiación por el abandono de sus deberes paterno-filiales), o que era una carta de amor, sí, pero no a Sophie sino a otra hija, Helga Marie-Jeanne Schiel, nunca reconocida por Tati, este guión, digo, narra sobre una pequeña anécdota una conmovedora historia en una oblicua mezcla del mito de Pigmalión y el amor paternal, vagamente contaminado de crepuscular erotismo, entre un viejo ilusionista y una niña escocesa, única persona que parece capaz de creer aún en la magia. La película, dibujada con el estilo típico de Chomet, por completo alejado de las gesticulantes modas digitales, está recorrida, de principio a fin por el humor un poco ingenuo y algo surrealista del cómico Tati, como la secuencia en la que el mago cree estar comiéndose a su conejo guisado, o la actuación del grupo de rock, o las secuencias en el taller de automóviles. Pero también por un cierto hálito de nostalgia, un treno por el fin de un mundo no necesariamente mejor pero al que Tati amaba y en el que había empezado su vida artística: el mundo del cabaret y el music hall. A esa nostalgia colabora en buena medida la elección de las armonías cromáticas (quasi monocromáticas) que es uno los rasgos característicos del cine de Chomet y en este caso uno de sus mejores hallazgos. Chomet y sus ilustradores nos regalan una lección de psicología con la elección de esos colores un poco desvaídos, casi al estilo de las acuarelas, que acentúan la melancolía de toda la historia, melancolía que acabará conformando un final tan punzante como amargo, tan lógico como doloroso. 
Otro de los muchos aciertos de Chomet es dibujar al mago Tatischeff con la inconfundible figura del propio Jacques Tati, su físico un poco desgarbado, sus peculiares movimientos, y sobre todo esa perenne expresión, mezcla de sorpresa y perplejo estoicismo, que es la marca de Tati inmortalizada en el inolvidable M. Hulot al que, por cierto, se homenajea en la secuencia del cine donde se proyecta Mon oncle. Pero es en la elección del lenguaje puramente cinematográfico donde Chomet consuma su personal homenaje, tal como en la elección de planos muy largos, en algún caso de más de un minuto, o el mantener la cámara fija haciendo que sean los personajes quienes se mueven para proporcionar la sensación de profundidad espacial… O el silencio, esa herencia del cine mudo por el que deambulan las sombras de Charlot o Buster Keaton. Silencio subrayado quizá por la música, pero dejando que sea la imagen quien cuente la historia, con el mínimo diálogo necesario, aquí prácticamente inexistente… rasgos todos ellos propios del estilo de Tatí. Y ahí está, claro, en ese lenguaje cinematográficamente perfecto el gran, gran acierto de esta excelente película.
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Ficha:
Título original: L'Illusionniste
Año de producción: 2010
Duración: 75 min.            
País: Francia - Gran Bretaña
Director: Sylvain Chomet
Guión: Jacques Tati
Música:Sylvain Chomet
Fotografía: (Animación)
Reparto: (Animación)
Género: (Animación)