Béla Tarr |
Béla Tarr es uno de esos directores que despiertan entusiasmos y rechazos; y con la misma intensidad en ambos casos. Adorado en los circuitos festivaleros e ignorado en las salas comerciales, Tarr es fiel a un estilo de hacer cine que ya pertenece a la historia: en su obra resuenan ecos del expresionismo, neorrealismo, cinema vérité, free cinema, existencialismo, realismo socialista… todo junto y todo al mismo tiempo. Sus películas son una especie de antología de todos los ismos que recorrieron el cine en los años sesenta y setenta, un paseo por una sala de un hipotético museo de los estilos cinematográficos. En una entrevista en 2001 de Jorge García para la revista El Amante, Tarr afirma: “(…) a los 22 años dirigí mi primera película. A esa edad pensaba que todo lo que se veía en cine era mentira y quería enfáticamente (sic) llevar a la pantalla a hombres verdaderos.” Y treinta y cinco años después, en ello sigue, me parece. El problema es si a esos hombres verdaderos les ocurren cosas que puedan interesar a quienes se acerquen a contemplarlos o, mejor dicho, si la forma de contar lo que les ocurre es aún capaz de atraer; si no estará, Béla Tarr, utilizando un lenguaje visual tan potente que acabe convertido en protagonista absoluto, olvidando a esos famosos hombres verdaderos, cayendo, en definitiva, en un desaforado culteranismo visual. Porque las imágenes con las que Tarr compone sus películas son de una belleza formal apabullante, pero sus larguísimos planos-secuencia por los que la cámara se mueve con la suavidad de un mecanismo de relojería bien engrasado, o esos sutilísimos travellings con los que muestra morosamente cada detalle de la escena, son de una frialdad entomológica: igual que un microscopio, sólo muestra el pulular de una vida a la que sin embargo no llega a acercarse, a pesar de que según él mismo afirma en la entrevista anteriormente citada, “(…)cuando filmamos no estamos trabajando, sino que tratamos de vivir, el actor delante de la cámara y nosotros detrás. Lo que tratamos de hacer es mostrar la vida sobre la pantalla.“
Otra cosa es que lo consiga, claro. Algún crítico ha dicho que Tarr experimenta con el fluir del tiempo dentro del plano. Preciosa frase. Y precioso concepto que aplicado hasta sus últimas consecuencias puede llevar al más nihilista inmovilismo, que es lo que, me parece, ocurre con este Caballo de Turín, codirigida con Ágnes Hranitzky. La mínima peripecia narrada se agota en sí misma al final de cada plano secuencia, no hay clímax que alivie la tensión creada por unas imágenes que parecen ser la razón de sí mismas, nada que justifique la inquietud que crean y que acaba convertida en irritación ante un tempo narrativo en el que el tiempo real acaba teniendo más de inmovilidad eleática que de eterno retorno nietzscheano. La interminable repetición de gestos, acciones y actitudes fatiga sin que el rebuscado esteticismo de las imágenes consiga conmovernos al (intentar) retratar la monotonía y la casi animalesca cotidianeidad de unos personajes que se limitan a estar delante de la cámara moviéndose como títeres vacios de vida... En la citada entrevista, y a la pregunta de cuáles son los directores que admira, Tarr responde: “Créame que hace mucho tiempo que no voy al cine.” Ya se ve. (Aunque, honestamente, a mí me dan ganas de preguntarle ¿y por la vida cuánto hace que no va?)
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Título original: A Torinói ló
Año de producción: 2011
Duración: 146 min.
País: Hungria, Francia, Alemania, Suiza
Director: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky
Guión: Béla Tarr, László Krasznahorkai
Música: Mihály Vig
Fotografía: Fred Kelemen
Reparto: Volker Spengler,
Erika Bók,
János Derzsi,
Mihály Kormos
Género: Drama
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